El beato fray Mamerto Esquiú en Tierra Santa: buen religioso y verdadero hombre de Dios | Custodia Terrae Sanctae

El beato fray Mamerto Esquiú en Tierra Santa: buen religioso y verdadero hombre de Dios

El sábado 4 de septiembre de 2021, con una santa misa presidida por el Custodio fray Francesco Patton, la Custodia de Tierra Santa se unió a la gran alegría de Piedra Blanca (Argentina) donde, pocas horas después, se celebró la beatificación de fray Mamerto Esquiú, fraile menor, hombre de Dios y predicador.

La celebración en Jerusalén

En la iglesia de San Salvador en Jerusalén, el sábado por la mañana tuvo lugar una celebración eucarística en español, en presencia del embajador y del cónsul de la República Argentina y de otras autoridades de la representación diplomática.  Este lugar, el convento de la ciudad vieja de Jerusalén, es también donde el beato se alojó del 26 de junio de 1876 al 8 de diciembre de 1877, durante su peregrinación a Tierra Santa, que comenzó para “huir” de su probable nombramiento episcopal en la diócesis de Buenos Aires. De hecho, precisamente aquí se conserva una placa en su memoria y varios registros de las misas por las intenciones de los hermanos laicos firmados por el beato, así como una figura de madera de Francesco Sella que representa el Corazón Inmaculado de María ante la que rezaba el beato, como él mismo narra en sus diarios.

Cuando ve las cúpulas y las murallas de Jerusalén detiene el carro en el que viaja” explicó el Custodio de Tierra Santa durante la homilía. “Baja y besa el suelo, y se deja sorprender por el asombro del misterio de misericordia que Dios ha manifestado aquí para nosotros, los pecadores.

La peregrinación de fray Mamerto a Tierra Santa nos ayuda a entender la calidad de su persona, de su vida y su vocación. Las palabras que escribió sobre él el entonces ministro general de nuestra Orden, fray Bernardino de Portogruaro, nos ayudan a entender la calidad de la persona, la vida y la vocación de fray Mamerto: un auténtico fraile menor y hombre de Dios, un predicador extraordinariamente eficaz, un hombre valioso para el bien de su patria, Argentina”. 

Durante su año y medio en Tierra Santa, la vocación individual del beato Mamerto es evidente: es un fraile menor y un hombre de Dios.  Como cuentan sus memorias, el beato visita los lugares santos con fascinación y oración, vive con intensidad mística la oración en el Santo Sepulcro, la celebración en Belén y la contemplación del lago de Galilea, donde percibe especialmente la presencia de Jesús. “En segundo lugar, la vida y la peregrinación de fray Mamerto nos permiten conocerlo como un predicador extraordinariamente eficaz”, continúa fray Patton en su homilía. Esta capacidad se le reconoce también en Tierra Santa cuando, ante los peregrinos españoles, la noche del Viernes Santo, predica con los brazos abiertos delante de la puerta del Santo Sepulcro. “Las lágrimas brotan de sus ojos y surcan sus mejillas al recordar la pasión y muerte del Señor Jesucristo”, refiere el Custodio.  “Del mismo modo, la emoción y las lágrimas inundan el corazón y los ojos de los peregrinos que llenan la plaza”.

Una capacidad, la predicación, que se manifiesta también en Argentina cuando, en 1853, ayuda a su pueblo a comprender el valor de la unidad nacional representada por la Constitución, elemento necesario para unir a los ciudadanos en un ideal de paz y convivencia.

Hoy, fray Mamerto es proclamado beato y propuesto como modelo de vida cristiana e intercesor de toda la Iglesia”, concluyó el Custodio de Tierra Santa. “Lo vemos como modelo de fraile menor y testigo del Evangelio, pero también de auténtico compromiso civil. Y le pedimos su intercesión para toda la Iglesia y para su patria, Argentina. Pero también para esta Tierra Santa y todos sus habitantes, para esta ciudad santa en la que dejó su corazón, y también para nosotros, los frailes de la Custodia”.

 

El beato Esquiú y la Tierra Santa

Fray Mamerto Esquiú nació el 11 de mayo de 1826 en Piedra Blanca, Catamarca (Argentina). Nació con una grave enfermedad de la que pronto se curó por lo que, según el voto de su madre, de niño vistió durante un tiempo el hábito de San Francisco. Una vez en el convento, de 1841 a 1849 se dedica a su formación franciscana en la provincia de la Asunción en Argentina.

Celebró su primera misa el 5 de mayo de 1849, solicitó y obtuvo permiso para ir como misionero a Bolivia, donde deseaba llevar una vida oculta y austera. En el año 1870 fue propuesto para la sede episcopal de la ciudad de Buenos Aires, pero su humildad le lleva a considerarse indigno de esa tarea, por lo que decide dejar el país y peregrinar a Tierra Santa, Roma y Asís. 

Pocos documentos atestiguan el paso del beato por Tierra Santa. El primero es la carta que el entonces ministro general fray Bernardino de Portogruaro envía al Custodio de Tierra Santa, fray Gaudenzio da Matelica, el 7 de junio de 1876, avisándole de la llegada del fraile a Jerusalén: precisamente en esta carta se puede leer sobre la propuesta episcopal, de la que huía el beato.  Otro testimonio es el registro de las misas en San Salvador, en el que se ve claramente la firma del beato que solía celebrar misas por las intenciones de los hermanos laicos.

Su “Diario de recuerdos” permite profundizar en su vida en Tierra Santa y en los aspectos que quedaron grabados en el corazón del fraile. Como él mismo relata en su diario, su peregrinación estuvo impregnada de oración, pero también de trabajos cotidianos humildes dentro de los santuarios que le albergaban.

Años más tarde, de vuelta a Argentina y consagrado obispo de Córdoba, el fraile volvió a escribir sobre Jerusalén dedicándole palabras de amor. “Cientos de veces caminé por tus calles, desde el lugar de la antigua Aelia hasta el fondo del valle de Josafat; muchas veces te contemplé desde lo alto del Monte de los Olivos así como desde el lugar donde acamparon todos tus conquistadores; rodeé tus murallas, miré desde la distancia tus cúpulas y almenas, penetré en tus sombrías necrópolis; durante un año y medio respiré tu aire y contemplé tu días y tus noches; tu ardiente sol y tu melancólica luna, y siempre y en todas partes no vi más que la ciudad de Dios, oprimida por la ingratitud humana; nunca percibí rabia en ti, sino los lamentos de la más bella y desolada de las criaturas. Jerusalén, ¡hubiera deseado tanto terminar mis días a la sombra triste y solemne de tus ruinas!; pero el Señor, tu Rey, no lo quiso y tuve que regresar donde se fui honrado sin ningún mérito. Ruego a dios que me conceda el bien inestimable de hacerme partícipe de tu suerte, que es la suerte de todos los santos: ser noble y desolada, como tú eres, ¡oh, querida Jerusalén!

 

Giovanni Malaspina