Manuel Ruiz López, superior del convento de Damasco, nació en 1804 en San Martín de las Ollas, Burgos, España. Ingresó en 1825 en los Frailes Menores y fue ordenado sacerdote en 1830.
El 20 de julio de 1831 fray Manuel con sus compañeros embarcó en el puerto de Cádiz hacia Tierra Santa, desembarcando en Jaffa el 3 de agosto del mismo año. En esa expedición también iba el padre Carmelo Bolta, de Valencia, su futuro compañero de martirio.
«La partida de fray Manuel hacia Tierra Santa se inscribe en el contexto de la “desamortización” española – subraya fray Ulises Zarza, secretario para la Formación y Estudios en Jerusalén y Vicepostulador para las causas de los santos –, es decir, el complejo fenómeno de acciones legales de expropiación de terrenos o propiedades improductivas. La Iglesia se vio muy afectada por ella, junto con las duras leyes contra las órdenes religiosas. La imposibilidad de retomar las formas tradicionales de apostolado en la escuela, la asistencia a los pobres y la predicación, llevó a la Iglesia española y a los superiores de la Orden a centrarse en las misiones, aprovechando el entusiasmo, el coraje y el celo apostólico de los jóvenes frailes».
En Tierra Santa, fray Manuel fue destinado al convento de Damasco de San Pablo en Bab Tuma (“Puerta de Tomás”), una de las siete puertas romanas y un barrio de la ciudad vieja. Tenía una especial propensión al aprendizaje de las lenguas orientales y por ello no tuvo dificultades para desarrollar un entusiasta apostolado, destacándose por su caridad y su prudencia.
«Sabemos – continúa fray Ulises – que los árabes lo llamaban familiarmente “padre Paciencia” y esto refleja su saber estar muy cercano a la gente: lo que impresiona es su entrega cotidiana y total a la misión que se le había confiado».
Obligado a volver a Europa en 1847 por motivos de salud, regresó a Tierra Santa en 1858.
Poco después, el odio hacia los cristianos empezó a aumentar.
En la historia de fray Manuel Ruiz, adquiere especial relevancia la carta que envió a Jerusalén, al Procurador de Tierra Santa, el 2 de julio de 1860: «En ella – explica fray Ulises – aparece clara su plena comprensión del peligro, unida a su disponibilidad para dar su vida por Cristo. Fray Manuel escribe: “Nuestra fe está amenazada por los drusos y por el bajá de Damasco, que les da los medios para quitar la vida a todos los cristianos, sin distinción, ya sean europeos u orientales. Que se haga la voluntad del Señor”: en esta frase se resume la aceptación del martirio, que fray Manuel vivió en indisoluble y profunda relación con la Eucaristía».
Pocos días después, la mañana del 9 de julio, una multitud de perseguidores invadió el populoso barrio cristiano de Damasco, que contaba con unas 3.800 viviendas, y desató toda clase de violencia.
«Fray Manuel cuidó a sus ovejas hasta el final – subraya fray Ulises – destacando todo el cuidado pastoral que dedicaba a su misión y la entrega a sus hermanos. Cuentan las fuentes que cuando los atacantes iban a entrar en el convento, fray Manuel reunió en la iglesia a los religiosos, los niños de la escuela y algunos laicos, entre ellos los tres hermanos maronitas, los Massabki, exhortando a todos a perseverar e invitándolos a recibir el Cuerpo de Cristo».
Por la noche, un comando de drusos logró entrar a través de una puerta oculta del convento franciscano de San Pablo, que les indicó un traidor. En el momento del allanamiento, fray Manuel corrió inmediatamente al sagrario para retirar la Eucaristía y consumirla, para no exponerla a la profanación, y así fue asesinado al pie del altar.
«Aquí hay un sentido mucho más profundo de la acción que el padre Ruiz realizó hacia el Santísimo Sacramento: el Señor manifestó, con este último gesto, la fidelidad oculta que depositó en su discípulo. Por eso es muy significativo descubrir esta relación entre la entrega del Señor en la Eucaristía y la entrega de fray Manuel precisamente en el altar: como Cristo se entregó en el pan, el mártir da su vida en nombre de Cristo, cumpliendo el perfecto seguimiento del discípulo».
Silvia Giuliano