Excelencia Reverendísima:
«Jesús estará en agonía hasta el final del mundo; no hay que dormir durante este tiempo» (Blaise Pascal, Pensamientos, 553). La frase de Pascal nos recuerda el misterio de la lucha y del sufrimiento del Redentor, que precisamente el año litúrgico y de modo especial la Semana Santa y el Triduo Sacro nos hacen celebrar y actualizar. Pero es una afirmación que subraya también el hecho de que Cristo se identifica con la agonía y el sufrimiento de quienes en la historia parecen no conocer sino un interminable Viernes Santo: las personas afligidas por la soledad, la guerra y el hambre, por el rechazo y el abandono.
El Papa Francisco en la oración pronunciada al final del vía crucis en el Coliseo, el 19 de abril de 2019, fijando la mirada en los males y dolores del mundo, pone esas cruces en la Cruz de Jesús: «la cruz de las personas hambrientas de pan y de amor; la cruz de las personas solas y abandonadas incluso por sus propios hijos y parientes; la cruz de los pueblos sedientos de justicia y paz; la cruz de las personas que no tienen el consuelo de la fe; la cruz de los ancianos que se arrastran bajo el peso de los años y de la soledad; la cruz de los migrantes que encuentran puertas cerradas por miedo y corazones blindados por cálculos políticos; la cruz de los pequeños, heridos en su inocencia y en su pureza; la cruz de la humanidad que vaga en la oscuridad de la incertidumbre y en la oscuridad de la cultura de lo momentáneo». Y concluye: «Señor Jesús, reaviva en nosotros la esperanza de la resurrección y de tu victoria definitiva contra todo mal y toda muerte».
La Tierra Santa es el lugar físico en el que Jesús ha vivido esta agonía y este sufrimiento transformándolos en acción redentora gracias a un amor infinito. En Getsemaní lo hace hasta sudar sangre. En el Cenáculo, la ofrenda de sí mismo que realizará en la Cruz, la anticipa a través del don de la Eucaristía, pero también a través del lavado de los pies y del mandamiento del amor fraterno. A lo largo de la Vía Dolorosa aún podemos imaginar los lugares del doble proceso y de la condena de Jesús. Podemos verle mientras recorre el camino llevando la Cruz ayudado por el Cirineo, y llegar al Gólgota para ser clavado, y entregarse en las manos del Padre confiandonos a María, y morir colocado en un sepulcro nuevo y vacío de donde resucitará al tercer día.
La Tierra Santa, y de modo particular la comunidad cristiana que allí reside, siempre ha ocupado un lugar importante y especial en el corazón de la Iglesia universal. Esta –como recuerda San Pablo–, en el momento en que se empeña en expresar su solidaridad, también económica, con Jerusalén, cumple un acto de restitución: de Jerusalén, en efecto, toda la Iglesia ha recibido el don y la alegría del Evangelio y de la salvación en «Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor, 8,9). Y es la conciencia del don recibido la que mueve de nuevo a dar con alegría y generosidad.
Bien saben ustedes lo duras que han sido las pruebas sufridas a lo largo de los siglos por la Iglesia que vive en Tierra Santa y en todo el Medio Oriente. Esas pruebas aún no han terminado, como lo muestra la tragedia de la continua y progresiva reducción del número de fieles locales, con el consiguiente riesgo de ver desaparecer las diversas tradiciones cristianas que vienen de los primeros siglos. Largas y destructivas guerras han producido y continúan produciendo millones de refugiados y condicionan fuertemente el futuro de enteras generaciones, que se ven privadas de los bienes más elementales, como el derecho a una paz justa, a una infancia tranquila, a una instrucción escolar orgánica, a una juventud dedicada a la búsqueda de un trabajo, a la formación de una familia, al descubrimiento de la propia vocación, a una vida adulta fructífera y digna, a una vejez serena.
La Iglesia sigue trabajando por la salvaguardia de la presencia cristiana y por dar voz a quien no la tiene. Lo hace, ciertamente, en el campo pastoral y litúrgico, que es fundamental para la vida de nuestras pequeñas comunidades. Pero continúa también, en modo serio, en su empeño por garantizar una educación de calidad a través de las escuelas, que son fundamentales para conservar la identidad cristiana y para construir una convivencia fraterna, especialmente con los musulmanes, según las indicaciones contenidas en la “Declaración de Abu Dabi”. Gracias a la generosidad de los fieles de todo el mundo, la Iglesia continúa poniendo una casa a disposición de los jóvenes que quieren formar una nueva familia y continúa creando oportunidades de trabajo. Sigue dando también una ayuda material concreta allí donde se presentan formas de pobreza endémica, o bien, necesidades sanitarias y emergencias humanitarias unidas a los flujos de refugiados y de trabajadores migrantes extranjeros.
También el cuidado de los Santuarios, que resultaría imposible sin la Colecta “pro Terra Sancta”, es de fundamental importancia, tanto porque estos son el lugar material que conserva la memoria de la divina revelación, del misterio de la encarnación y de nuestra redención, como también porque en esos lugares la comunidad cristiana local encuentra los fundamentos de su propia identidad. En torno a los santuarios y gracias a su presencia, encuentran un trabajo digno muchos de los fieles cristianos dedicados a acoger a los millones de peregrinos que en estos últimos años llegan, cada vez más numerosos, para visitar los Santos Lugares.
A usted, a los sacerdotes, a los consagrados y a los fieles, que se esfuerzan por el buen resultado de la Colecta, con fidelidad a una obra que la Iglesia pide cumplir a todos sus hijos según las modalidades conocidas, tengo la alegría de transmitirles el vivo reconocimiento del Santo Padre Francisco. Y mientras invoco copiosas bendiciones divinas para esa Diócesis, les saludo fraternalmente en el Señor Jesús.
Suyo devotíssimo
+ Leonardo Card. Sandri
Prefecto