“La ciudad de Naín, donde el Señor resucitó al hijo de la viuda, se encuentra hasta hoy en la duodécima (en realidad, la quinta) milla desde el monte Tabor, junto Endor”. Con estas palabras Eusebio de Cesarea atestigua la permanencia del recuerdo sacro en el s. IV. De los acontecimientos posteriores nos informa un testimonio anónimo (atribuible al s.V-VI) recogido por el monje benedictino Pietro Diácono (s. XII): “En la casa de la viuda, cuyo hijo fue resucitado, hay ahora una iglesia, y la sepultura donde le querían poner existe aún hoy”. Una “bella” iglesia existían entonces en Naín en el s. XIV (fra Nicolò de Poggibonsi), pero desde el s. XVI no se habla más que de ruinas. La iglesia actual, simple y modesta, fue construida en el 1881sobre los restos de la antigua. Conserva dos preciosas pinturas de fines del s. XIX.
El cementerio antiguo debía de extenderse al oeste del pueblo, sobre las pendientes de la montaña, donde se ven diversas tumbas excavadas en la roca. Un sarcófago romano de piedra se conserva en la fachada de la iglesia.
Los franciscanos de Tierra Santa, no sin dificultades descritas brillantemente por M. Sodar Vaulx (traduc. P.E. Crivelli, Milán 1891, pp.473-475), pudieron adquirir las ruinas y edificar en Naín una iglesia.
Una relación escrita en aquellos días y publicada en el Osservatore Romano, y también en La Terra Santa de Florencia (1 de mayo de 1882, pp.94-95), nos índica los artífices que consiguieron realizar la construcción de la iglesia: Filippo de Montaltoveglio, guardián de Nazaret, fra Giuseppe Baldi, procurador de Tierra Santa en Galilea, y Pacífico Saleh, dragomán de Tierra Santa que tomó con sí la mayor parte de las disputas con aquellos que querían obstaculizar tal obra. El narrador recuerda al “jefe del pueblo, honestísimo musulmán y de óptimo corazón” que “permitió coger agua de la única fuente vecina y coger piedras de su fondo: agua y piedras es cuanto se necesita en la construcción, además de escasísimas en tal sitio”.