El peregrino viene en actitud de conversión al Señor
En la antigüedad la peregrinación, en especial a Tierra Santa, tenía un carácter penitencial, debido en gran parte a las dificultades que tal ejercicio comportaba: problemas políticos, incomodidad, viajes difíciles. Los peregrinos estaban animados por una profunda fe religiosa y estaban preparados para la muerte, que, muchas veces, les sucedía durante el camino.
La peregrinación era también una ocasión de expiación de culpas. Por eso a los peregrinos que realizaban el viaje para expiar sus pecados se les quitaba el vestido mundano, símbolo del pasado de pecado, se les vestía con el hábito de peregrino, expresión del cambio que querían realizar.
Hoy, con las facilidades y comodidades que dan los modernos medios de transporte, con los hoteles de lujo, etc., ha desaparecido en parte el aspecto exterior de tal penitencia y a menudo la peregrinación, aún en aquellos que la hacen por motivos estrictamente religiosos, se puede convertir en un viaje turístico.
No es fácil ser peregrino.
Debe meterse ante todo por caminos que el Señor le indicará para llegar hasta Él. Lo esencial de la peregrinación a Jerusalén es la decisión interior de responder a la llamada del Espíritu de modo personal, como discípulos de Jesús. La peregrinación es pues “un camino de conversión”: en ella el peregrino calca la experiencia del “hijo pródigo”, quien conoce el pecado, la dureza de la prueba y de la penitencia, el sacrificio del viaje, pero conoce también la alegría del abrazo del Padre rico en misericordia que lo reconduce de la muerte a la vida (cf. Lc 15,24).
Por eso, en este proceso de “cambiar vida” y orientarla hacia Dios será muy importante la participación en el sacramento de la reconciliación; en él el peregrino se da cuenta de su pecado, confiesa su culpa y experimenta la gracia y la misericordia divina.
En este contexto el encuentro con Jerusalén debería comenzar en el Monte de los Olivos, y más precisamente en el Santuario del “Dominus Flevit”, el lugar del llanto de Jesús sobre Jerusalén, sorda y ciega ante la visita del Salvador, símbolo por eso de nuestra insensibilidad: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19,41-44). .
Fr. Artemio Vítores, ofm