El miércoles 8 de marzo se reanudaron las tradicionales peregrinaciones que los frailes de la Custodia de Tierra Santa y la comunidad de cristianos locales realizan cada año durante el tiempo de Cuaresma. Se trata de citas semanales en los lugares de Jerusalén que más evocan la pasión de Jesús.
La primera peregrinación de Cuaresma fue al santuario del Dominus Flevit, en el Monte de los Olivos. En este lugar se recuerda el episodio evangélico en el que Cristo, al ver Jerusalén, lloró sobre la ciudad y profetizó su destrucción (Lc 19, 41-44).
Celebró la misa el secretario de Tierra Santa, fray Alberto Joan Pari, mientras que fray Alessandro Coniglio, profesor y secretario en el Studium Biblicum Franciscanum de Jerusalén, se encargó de comentar la Palabra.
En su homilía, fray Alessandro, a partir de ese episodio citado en el evangelio de Lucas, reflexionó sobre la paradoja del dolor de Dios en la Biblia y el lenguaje de humanidad que Él expresa en su interacción con los hombres. El llanto, hecho central contenido en la primera lectura, “Mis ojos se deshacen en lágrimas, de día y de noche no cesan” (Jer 14,17) y en el evangelio, “Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella” (Lc 19, 41), nos muestra la imagen impactante de un Dios alejado de la idea filosófica que querría separar lo divino de lo humano. “Dios llora. El impasible, es decir, aquel que no puede conocer las pasiones a la manera del hombre y no puede cambiar de ánimo, como les sucede a los hombres, ese mismo Dios, que la filosofía nos describe como desprovisto de sensibilidad, no sujeto a cambios, precisamente Él, llora”.
El padre Coniglio señaló también cómo en el evangelio de Lucas Jesús recibe el título habitual de “Señor”, Dominus en latín, que se traduce del hebreo “Adonai”, es decir, la pronunciación del nombre inefable del Dios del Antiguo Testamento. Esto, además de crear un puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, también implica que fue el Señor quien lloró, es decir, Jesús en cuanto Dios, y no solo como hombre. La Escritura nos muestra, por tanto, un Dios que sabe llorar y mostrar sentimientos al igual que los hombres pero que, sin embargo, no renuncia a su identidad divina que, en el pasaje evangélico, así como en Jeremías, se expresa también a través del deber de hacer justicia: “el pecado del hombre parece quebrar la misma identidad de Dios, desgarrado entre el deber de hacer justicia y el deber de amar sin medida y sin reservas a esos hijos rebeldes que reclaman para sí un castigo por el pecado”. Aunque este doble deber pueda sugerir una contradicción ambigua, en realidad manifiesta un único mensaje, el del amor de Dios por nosotros: “El juicio que Dios pronuncia sobre Jerusalén, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es expresión de la indiferencia del Señor por el destino de su pueblo, por nosotros, sino, por el contrario, del amor apasionado que siente por nosotros”.
Para concluir, fray Alessandro exhortó a los fieles a redescubrir el pathos de Dios: “Dios se revela en la pasión que expresa, y esto no es un antropomorfismo ingenuo, sino la verdadera manifestación de la preocupación que Dios siente por el hombre, de su implicación en la historia humana”.
Filippo De Grazia