Ante el rostro de Jesús sufriente: S. E. el cardenal Angelo Scola celebra la santa misa en Getsemaní | Custodia Terrae Sanctae

Ante el rostro de Jesús sufriente: S. E. el cardenal Angelo Scola celebra la santa misa en Getsemaní

Basílica de la Agonía de Getsemaní, Jerusalén. 11 de noviembre de 2011

Una jornada de sol, casi veraniega, ha recibido a S.E. el cardenal Mons. Angelo Scola a su llegada a última hora de la mañana al huerto de Getsemaní, en el Monte de los Olivos, para celebrar la santa misa en la Basílica de la Agonía. En el espléndido escenario del jardín franciscano, con los olivos multiseculares protegidos y cuidados desde hace ya muchísimo tiempo por los frailes que viven y custodian este santo lugar, en medio de un gran número de grupos de peregrinos y visitantes llegados de todas las partes del mundo, el cardenal Scola a su llegada, acompañado por su secretario y algunos sacerdotes, ha conquistado rápidamente con su sonrisa amplia y luminosa la simpatía de todos. Nombrado hace pocos meses arzobispo de la Diócesis de Milán, en donde tomó posesión de su sede oficialmente el pasado mes de septiembre, el Card. Scola está guiando estos días -entre el 5 y el 12 de noviembre- una peregrinación diocesana a Tierra Santa con numerosas parroquias del Patriarcado de Venecia, que él gobernó durante casi diez años. Tras haber visitado Belén y haber celebrado la santa misa, por la tarde, en la Basílica de la Natividad, hoy, el cardenal va a presidir la liturgia en Getsemaní, uno de los lugares más significativos en la historia de Jesús y en la vida de todo cristiano. Acompañándole, dentro de la Basílica, están, además, otros 300 peregrinos de la Iglesia veneciana que forman parte de este viaje diocesano,junto con los religiosos y religiosas de distintas comunidades presentes en Tierra Santa y otros grupos que han decidido unirse a la celebración.

En la basílica, que siempre se encuentra en penumbra debido a sus vidrieras violáceas que animan a los fieles a entrar en un clima de recogimiento, los cientos de personas que llenan las naves están como inmersas en un clima especial, entre sentimientos de participación conmovedora en la pasión de Cristo, que justo aquí tuvo su dramático inicio, y los sentimientos de profundo agradecimiento por poder estar juntos en este lugar contando con la presencia del cardenal Scola.

Los numerosos sacerdotes concelebrantes, después de una larga procesión, llegan hasta el altar situado en torno a la roca de la agonía de Jesús, protegida en todo su contorno con una baja reja de hierro forjado. Además de los miembros de la comunidad franciscana local, han concelebrado los sacerdotes promotores de la peregrinación diocesana que llegaron a Jerusalén junto al cardenal y algunos sacerdotes pertenecientes a otras familias religiosas presentes en Tierra Santa. La celebración, animada con numerosos cantos, revive, en una atmósfera de intensa devoción y participación, el sorprendente misterio de la Pasión a través del canto del siervo del Señor (Is 53,2-12) y el relato evangélico de la agonía de Jesús en Getsemaní (Mt 26,36-46). En su homilía, el Card. Scola llama la atención con delicadeza y, al mismo tiempo, con firmeza sobre el valor incalculable de este santísimo lugar: «Si fuésemos realmente conscientes de lo que ocurrió aquí, de lo decisivo que es ese acontecimiento para nuestra vida y para nuestra salvación, permaneceríamos anonadados y en silencio por tal don; una entrega aún más inconcebible porque adquiere la forma de una injusticia colosal perpetrada contra Aquél que es enteramente santo e inocente». Jesús, además, conoce nuestra fragilidad, ve nuestras distracciones y nuestra incomprensión ante su angustia, sabe que estamos «desperdigados como un rebaño», que cada uno de nosotros, incluso dentro de una Iglesia viva, muchas veces «sigue su camino». El auténtico desafío, ante esta roca donde Cristo lloró y sudó sangre, consiste entonces en descubrir realmente que nuestra vida está escondida en Cristo desde el bautismo, que nosotros ya vivimos en el camino hacia la vida eterna, que nuestra vida consiste en la realidad de la resurrección. Mientras que en este impresionante lugar aprendemos a reconocer a quién y a qué precio hemos obtenido el don de la resurrección, también nosotros estamos llamados a dar nuestro «sí», a ponernos definitiva y decididamente junto al Señor en el camino de la entrega de uno mismo, aceptando el sacrificio y reconociendo que el pecado es el mayor obstáculo, entre los males y la miseria humana. Justamente, en este lugar extraordinario se comprende la verdad que encierra la afirmación evangélica: «Quien pierda su propia vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16,25); porque este es el lugar en el que Jesús nos revela «cómo» entregar plenamente la vida a través de la grandeza de su misericordia, cargando sobre sí el pecado del hombre; y «a quién» entregar la vida, es decir, al Padre, en una relación de amor y de obediencia. «También nosotros, por tanto –continúa el Card. Scola-, al ofrecer nuestra vida, encontramos el rostro de la persona amada, la mirada del crucificado, el rostro de Jesús sobre la roca de Getsemaní empapado de sangre, que es el rostro desfigurado de todo hombre en la prueba, sobre todo el de nuestros hermanos en la fe, hasta los más cercanos a nosotros en el tiempo, como el padre Fausto Tentorio, misionero del PIME, asesinado hace menos de un mes en su parroquia del sur de Filipinas». La apertura a la entrega de uno mismo tiene siempre una vocación comunitaria, eclesial, donde el hacerse cercano debe convertirse en un real «aproximarse» al prójimo, descubrir al prójimo como compañero en el mismo camino, co-participar en su vida, com-partir más allá de toda distancia, abriéndose al descubrimiento y enriquecimiento recíprocos, al crecimiento humano mutuo en el camino de la comunión fraterna y de comunión con Dios.

Al finalizar la santa misa, mientras la larga fila de sacerdotes deja la iglesia en procesión, el Card. Scola se para por un momento, solo, ante la roca de la agonía que está a los pies del altar, antes de unirse al resto. Un breve e intensísimo instante, la imagen, quizá, más conmovedora de esta celebración, la figura de un hombre que contempla en su corazón el rostro de un Dios que, por su inmenso amor, se ha hecho cercano y sufriente y, con esta elección, sobre esta piedra, ha cambiado la historia del hombre.

Encontramos otra vez al Card. Scola en el jardín franciscano adyacente a la basílica, entre los viejos y nudosos olivos, para saludar por última vez y para dirigir un mensaje a la Tierra Santa y a las gentes que la habían: «Esta tierra –nos dice el cardenal- es el emblema de la pasión de Jesús, parece condenada a un perenne Viernes Santo. También nosotros debemos mirar con esperanza la historia de las gentes que viven en estos lugares y trabajar por construir una paz que se funde en el amor, la justicia y la verdad. En este sentido, la presencia de los cristianos es fundamental y, si saben enraizar realmente su estilo de vida en Cristo, se convertirán realmente en constructores de paz. Como en otros muchos contextos en los que son minoría, los cristianos pueden traer frutos inesperados. También cuando parece perseguida o en dificultades, una minoría que tiene el valor de la franqueza en la humildad, como testimonian los mártires, puede representar un factor esencial para favorecer la concordia y la búsqueda de relaciones de justicia, incluso aunque no se conozca el tiempo en que florecerán. Y la paz nos sorprenderá, como un alba de esperanza para la humanidad entera».

Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marco Gavasso