Cuando el hábito hace al monje | Custodia Terrae Sanctae

Cuando el hábito hace al monje

En el convento franciscano de San Salvador de Jerusalén, en un laberinto de pasillos, se encuentran numerosas oficinas y talleres, entre los que están la lavandería y la sastrería. Encontramos a muchos trabajadores, hombres y mujeres, que se ocupan tanto de los hábitos de los frailes, como de los ornamentos litúrgicos que se utilizan en los santuarios. Es un trabajo que se desarrolla en la sombra, pero indispensable y minucioso.

Una figura marrón, con un saco blanco en las manos, se dirige a un pequeño patio lleno de flores e inundado de luz. El franciscano, que conoce bien estos lugares, abre una puerta negra en la que, en italiano, se lee: «Sastrería». Ruido de máquinas de coser, unido al olor del café árabe, dan la bienvenida en el taller de Farrach, sastre oficial de la Custodia de Tierra Santa. Este palestino de sonrisa acogedora, que habla perfectamente italiano, formado por los salesianos, desde hace siete años cose hábitos a medida para los frailes. En el centro de su taller hay una larga mesa, llena de metros, rollos de tela, tejidos, botones y otro material: ¡un auténtico tesoro de Alí Babá! Su trabajo cotidiano consiste en coser hábitos nuevos para los frailes, ajustar los usados, coser y remendar…

Cada año, en este taller se confeccionan alrededor de 150 nuevos hábitos franciscanos, una costumbre que la Custodia de Tierra Santa quiere conservar.
Los frailes residentes reciben un hábito nuevo cada dos años. Para confeccionar este largo vestido en forma de cruz es necesario tener paciencia y precisión.
Las telas, que llegan de Italia en contenedores, tienen tres espesores distintos: uno más ligero, para el hábito estival; dos más gruesos, para el hábito invernal y la capa.
Para confeccionar un hábito se necesitan entre cinco y seis metros de tela (la tela cuesta alrededor de 25 euros por metro), a los que se añade una cuerda blanca de 4,20 metros para ajustar el hábito. Los tres nudos de esta cuerda recuerdan los tres votos evangélicos, fundamento de la vida franciscana: obediencia, pobreza y castidad.
Fray Carlos Molina, responsable de la oficina custodial de la Sastrería-Lavandería y de la Casa Nova de Jerusalén, edificio que acoge a los peregrinos en la ciudad vieja, tiene una larga relación de amistad con Farrach. «En 2010, cuando se me confió esta responsabilidad, no sabía nada del arte de la costura. Estando a su lado he aprendido… ¡incluso a planchar!», confiesa fray Carlos riendo.
Pero fray Carlos no es el único fraile que aprende de Farrach. Allí cerca nos encontramos con fray Matipanha intentando hilvanar una capucha. Es un estudiante del Seminario teológico franciscano de la Custodia, fraile de la Provincia de Mozambique. Ha querido aprender a coser y nos explica: «Cuando, en Mozambique, entré en el noviciado, había religiosas que cosían nuestros hábitos, pero luego regresaron a Portugal. Aquí, en la Custodia de Tierra Santa, he pedido que me dejaran aprovechar esta oportunidad, igual que otros aprenden el árabe. Cuando informé a mi provincial, se puso muy contento con mi iniciativa. Un día espero poder transmitir este arte a mis hermanos africanos».

Después, fray Carlos nos invita a seguirlo al piso inferior. Algunos peldaños más abajo se escucha el zumbido regular de las lavadoras y de una pequeña radio que transmite canciones de Fayruz, cantante libanesa de los años setenta. Nos reciben Rima y Suzanne. Suzanne trabaja en tándem con Farach; ella es la encargada de coser y reparar los ornamentos litúrgicos: albas para los futuros diáconos, estolas para los sacerdotes, paños para los altares, además de ayudar en la parroquia de Jerusalén, donde todo es de un candor impecable.
Hoy, Suzanne comienza una nueva labor, la realización de un mantel para el altar circular de Tabga, a petición de los frailes del santuario de Galilea. Fray Carlos nos explica: «Atendemos más de dieciséis conventos y santuarios. ¡Imaginaos la importancia de la tarea, que no termina nunca!».

La organización de la docena de trabajadores que trabajan en la lavandería está bien coordinada, gracias tanto a su conocimiento como a su experiencia. Cada saco de ropa sucia que llega semanalmente para lavar está abierto. La colada, marcada con un código interno, permite que los propietarios la puedan localizar después. Entre las numerosas lavadoras industriales, sorprende la presencia de dos trabajadores que, incluso hoy día, lavan a mano la ropa más delicada, que necesita una atención especial. «El progreso es algo bueno, pero no debe alterar nada de lo que se ha conservado durante siglos», añade fray Carlos ante nuestro estupor.

Rima, que trabaja en la Custodia desde los años ochenta, viene a saludarnos. También ella, palestina de Jerusalén, se encarga de controlar que cada semana, los colaboradores de la lavandería lleven a término su propio trabajo, programando y planificando con método y seguridad cada fase. Nos enseña los registros en los que anota las entradas diarias de ropa de los frailes, de las Casas Nova y de los hermanos capuchinos que viven en la ciudad nueva. Los registros se entregan después al responsable del Economato custodial, que enviará a cada convento o santuario la correspondiente factura.

Seguimos luego, envueltos en vapor, atravesando rápidamente las salas de secado y planchado. Esta lavandería es un auténtico laberinto en el que fray Carlos se mueve a su aire. La visita termina en la oficina de fray Carlos, presidida por un cuadro en honor a San Homobono de Cremona, patrono de los sastres. Juntos, vemos el último catálogo de ornamentos litúrgicos recibido, para estar al día en cuanto a lo que se crea y realiza en el mundo. Fray Carlos nos describe el plano de la futura lavandería custodial, que implicará un traslado y su ampliación, ya a la orden del día y que se espera con impaciencia.
El motivo por el que fray Carlos se siente orgullo de su misión es, contrariamente al famoso proverbio («El hábito no hace al monje»): «Entre los franciscanos, el hábito, al menos en parte, ¡sí hace al monje», concluye sonriendo.

Émilie Rey