El esplendor de la fe y de la ternura por Dios: fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María | Custodia Terrae Sanctae

El esplendor de la fe y de la ternura por Dios: fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Gruta de la Leche, Belén. 8 de diciembre de 2011

Una celebración especial, emotiva y sugerente, ha inaugurado la mañana del 8 de diciembre la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María en Belén, pequeño centro de la Tierra Santa y corazón de la Cristianidad, punto de referencia para los cristianos de todo el mundo en este período de Adviento que nos prepara para la Navidad. A poca distancia de la Basílica de la Natividad se encuentra el santuario de la Gruta de la Leche, un lugar silencioso y recoleto, una gruta excavada en la roca blanca en la que, según una antigua tradición, la Sagrada Familia se refugió para huir de la matanza de los inocentes ordenada por Herodes y, mientras María amamantaba al Niño, una gota de leche, al caer sobre la piedra, la volvía de color blanco. Este santo lugar, transformado en capilla y custodiado por los frailes franciscanos, es meta de peregrinación para muchas mujeres cristianas y musulmanas que aún hoy piden a la Virgen la gracia de la maternidad y la abundancia de leche para alimentar a sus hijos. Aquí, cada mañana durante todo el período del Adviento y de las fiestas navideñas, se celebra la santa misa, que se puede seguir en directo a través del canal de televisión italiano Tv2000 y, por internet, en el sitio web de la Custodia de Tierra Santa. En esta preciosa iniciativa toman parte también, todos los días, las religiosas adoratrices perpetuas del Santísimo Sacramento, una orden religiosa de clausura estricta y dedicada enteramente a la vida contemplativa. La comunidad de Belén habita desde el año 2006 en un convento, puesto a su disposición por la Custodia franciscana, adyacente a la Gruta y cuya entrada se realiza atravesando unos hermosos claustros y, bajando ligeramente después, se entra directamente en la Gruta, junto al lugar donde se encuentra su pequeño altar.

Aquí, este día de fiesta dedicado a María, el custodio de Tierra Santa, fray Pierbattista Pizzaballa, ha venido a celebrar la santa misa con alegría y emoción por la simplicidad y delicadeza de esta iniciativa. En torno al altar, junto a las paredes rocosas de la gruta, estaban las 13 religiosas de la comunidad de las adoratrices; entre ellas, 4 jóvenes postulantes y una profesa temporal, distinguida de las demás por el color rojo del hábito y el velo blanco. Han asistido también a la ceremonia algunos amigos y colaboradores de la Custodia colocándose en distintos sitios, a escasa distancia, para no quebrar la clausura que las religiosas deben respetar. La santa misa, acompañada por la delicadeza del canto gregoriano entonado por las monjas y de su gracia para animar y articular la liturgia, se ha desarrollado en un clima de devoción y profundo recogimiento en el que cada uno ha podido saborear el gusto de encontrarse y participar en un evento tan especial. Al finalizar la celebración, las religiosas acompañadas por el custodio se han acercado en procesión hasta la Capilla de la Adoración del convento para permanecer un momento en oración, de rodillas, delante del Santísimo Sacramento.

La homilía de fray Pierbattista Pizaballa se ha centrado en la dimensión de la relación con Dios, que se funda esencialmente en el diálogo, y cuya dinámica permite penetrar en el misterio de la Inmaculada Concepción de María. En el {Génesis}, el hombre, después de pecar, tiene miedo y se esconde, huye de la intimidad con Dios porque no sabe ya cómo relacionarse con Él tras haber escuchado a aquella, la serpiente, que da al hombre otra ley y que suplanta a Dios en el diálogo y en la relación con sus criaturas.
Y, aunque Dios no se resigna a perder la relación con el hombre y va nuevamente a buscarlo, a preguntarle dónde está (Gen 3,9), «en el corazón del hombre sigue habiendo miedo, dudas […] La relación con Dios se convierte en una lucha, un camino imprevisible cuyo éxito no está ya asegurado. El hombre se da a la fuga, se esconde y Dios debe siempre volver a empezar para buscarle, para hablarle. Esta pregunta, «dónde estás», recorre el tiempo, los siglos, la historia, siempre en busca del hombre con la finalidad de reconstruir este diálogo interrumpido. Dios prosigue con tenacidad en su proyecto de relación, de amor, y va a buscar a Abrahán, a los patriarcas, a Moisés, David, los profetas… y llega hasta María». María, concebida sin pecado, inmaculada desde su origen, es la criatura capaz de reconstruir el diálogo y la relación con Dios en plenitud, que sabe situarse en la intimidad de Dios a través de la más límpida fe y la total apertura del corazón, sin esconder nada, sin dudar de nada. «Y María escucha verdaderamente, es decir, se deja convencer por la verdad de Dios, de lo que Dios dice, o sea, simplemente, de no tener miedo: "No temas, porque has hallado gracia delante de Dios" (Lc 1,30)». Y en la gracia, en la benevolencia de Dios, se esconde el inmenso don de la relación con Él, se recoge la fe que alimenta el diálogo de vida, que abre a la santidad. Porque ser inmaculados significa estar en perfecta comunión con Dios, resplandecer en su santidad hasta en la esencia del propio ser. Escribe el papa Benedicto XVI: «María, Madre de Cristo, nos dice que la gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más poderosa que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día nosotros experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón del hombre, un corazón herido, enfermo e incapaz de curarse por sí solo. La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y paciente camino de reconciliación ha preparado la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en expiación «nació de mujer» (cf. Ga 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició anticipadamente de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción fue preservada del contagio de la culpa. Por eso, con su Corazón Inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salvará».

Esta es la paradoja de quien confía en el don que regala, del desinterés de la gratuidad: Dios, que es lenguaje originario, confía su Palabra a la ternura de una mujer, María, fiel a su ser de escucha originaria, a su vocación a acoger en sí la Verdad. El «sí» de María se convierte entonces en la respuesta a la revelación de Dios en su Palabra, permite al hombre sumergirse en la experiencia totalizante de la Revelación, gracias a la cual lo que por su naturaleza se presenta como inaccesible, impronunciable, inaudible, se convierte en punto de contacto y de intimidad entre Dios y su criatura. La ternura de María, que hace posible y duradera la nueva fidelidad de esta relación y permite marginar, es decir «poner al margen» el mal para ofrecer un nuevo espacio a la esperanza. Ella es realmente el terreno inmaculado de la ternura, permeable a la Verdad, dulce y tierna en la acción transformante del Espíritu, abierta a Aquel a quien está profundamente ligada, en comunión con su propio ser y con el de todas las criaturas.

Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marie-Armelle Beaulieu