Jueves Santo en Jerusalén, una jornada intensa | Custodia Terrae Sanctae

Jueves Santo en Jerusalén, una jornada intensa

Jueves, 17 de abril. Desde las siete de la mañana, la plaza de la basílica del Santo Sepulcro está atestada de gente. Las vallas de seguridad y la policía israelí están preparados, así como las cámaras de televisión y los periodistas. Este jueves por la mañana, en Jerusalén y en todo el mundo ha comenzado el triduo pascual. La delegación del patriarca latino de Jerusalén hace su entrada en el Santo Sepulcro, donde tendrá lugar el lavatorio de los pies y la conmemoración de la Última Cena. Las primeras notas del órgano resuenan y el coro de la Custodia, al que se ha unido el coro húngaro de Santa Ángela (Budapest), entona la antífona «¡Que todos los pueblos te den gracias, oh Dios!». Esta comunión es real: en la plaza de la basílica, los griegos ortodoxos celebran al mismo tiempo su liturgia. En el interior, un auténtico mosaico humano se reúne en torno a la tumba en un piadoso silencio que contrasta con la realidad cotidiana. Quien ha podido conseguir el folleto litúrgico puede seguir las distintas fases de la celebración: lecturas, homilía, lavatorio de los pies por el patriarca a los fieles ante el Sepulcro, renovación de las promesas por parte de los clérigos, bendición de los óleos para la unción de enfermos y para los catecúmenos y, finalmente, el santo crisma, que imprimirá un carácter indeleble en la frente de los nuevos bautizados, los confirmandos y los sacerdotes.

Debido a la falta de megafonía, es necesario poner atención para escuchar las voces que se suceden; pero lo esencial no está allí. Hoy, en esta ceremonia singular, los cristianos latinos participan en una tradición que comenzaron los franciscanos: celebrar el Jueves Santo en el Santo Sepulcro. Fray Stèphane recuerda que, mientras muchas personas siguen pensando que esto sucede porque no se puede celebrar en el Cenáculo, «los franciscanos prefirieron celebrar en el Santo Sepulcro porque el Jueves Santo no es una obra de teatro en la que se imita la última cena de Cristo en el Cenáculo. No, el Jueves Santo tiene un significado todavía más fuerte: es como el camino hacia el misterio pascual, hacia el Calvario. Con nuestra presencia actualizamos lo que Cristo quiso dar a entender a sus amigos».
Algunas horas después, lo religioso cede el puesto a la tradición. Todos los Jueves Santos, desde mediados del siglo XIX, los franciscanos han tenido el privilegio de entrar en posesión de la llave del Santo Sepulcro y abrir las puertas de la basílica, que después se cierran para la adoración. Desde la conquista de Saladino, la llave del Santo Sepulcro está custodiada por dos familias musulmanas de Jerusalén. Para la ceremonia de apertura, los representantes de estas familias se acercan hasta el convento de San Salvador; allí se reúnen con el vicario custodial, fray Dobromir, que les recibe ofreciéndoles una taza de café y dulces. Están presentes distintas generaciones hoy, en torno a la mesa: la generación más joven debe aprender los gestos de este rito y la importancia de la tradición. La atmósfera es calurosa, se habla tranquilamente de las últimas noticias del barrio. «Es un gesto realmente simbólico. Es la prueba de las buenas relaciones entre las comunidades y del respeto», explica fray Dobromir. La pequeña asamblea se dirige después hacia el Santo Sepulcro. Llegados ante la basílica, un pequeño ventanuco cuadrado se abre en la imponente puerta de madera. Por ella se hace pasar una vieja escalera, sobre la que se sube el portero para llegar a la primera cerradura. Después, abre la segunda. Con lentitud, las dos hojas se abren ante los cientos de peregrinos que esperan este momento con impaciencia.
Apenas se va la delegación, es necesario de nuevo partir en procesión, esta vez hacia el Cenáculo. En las calles repletas de creyentes judíos y cristianos, la policía municipal organiza el tráfico. Llegados al Cenáculo, inmersos en la oscuridad, los franciscanos empiezan a rezar. Tras las lecturas, el custodio la los pies a doce chicos de la parroquia que próximamente recibirán la Confirmación. El lugar donde la tradición sitúa la Última Cena está llenísimo, aunque a pesar de ello no hay tumulto sino una comunión en la oración rezada en distintas lenguas. Desde allí, la procesión de los franciscanos, a buen paso, se dirige según la tradición al convento de Santiago de los armenios. Los peregrinos intentan seguir el ritmo, aunque es necesario prestar atención para no alejarse de los frailes. La parada en los armenios recuerda la acogida que brindaron a los frailes tras su expulsión de Cenáculo, en el siglo XVI. Este año no hay visita a la Iglesia siríaca. De hecho, cuando los franciscanos pasan ante el convento de San Marcos, estos están celebrando su lavatorio de los pies.
A las 17.30, la parroquia de Jerusalén toma el testigo. Otra iglesia repleta. Aquí, la oración es toda en árabe. Y también aquí, el custodio lava los pies a los parroquianos: seis padres con sus hijos, con ocasión del Año de la Familia. Cuando termina esta celebración se prepara la siguiente: la gran noche en Getsemaní.

Al caer la noche, los peregrinos afluyen hacia la iglesia de las Naciones, construida junto al jardín de Getsemaní. Todos han venido para acompañar a Cristo una hora santa de oración y recogimiento antes de la Pasión, que tendrá lugar el día siguiente. Bajo las cúpulas doradas de la iglesia, la ceremonia comienza. La atmósfera es tranquila, pero vibrante de emoción. Cuando la voz del coro se eleva, el custodio se acerca a la piedra sobre la que Jesús, en oración, sudó sangre, mientras sus discípulos no tuvieron la fuerza de velar a su lado. La cubre con pétalos de rosa, simbólicos. Lecturas, oraciones y cánticos inundan durante una hora esta iglesia que está llena a rebosar. Al finalizar la ceremonia, los peregrinos se dirigen hacia adelante para rezar una última oración sobre la piedra de la agonía; se arrodillan, la abrazan y recogen algún pétalo.

Fuera de la iglesia los fieles se reúnen y se distribuyen las velas para la procesión hasta San Pedro in Gallicantu. Lentamente, todos avanzan; cada comunidad entona cánticos y oraciones, subiendo hacia los muros de la ciudad vieja. Según los grupos, la atmósfera cambia. Algunos cantan vivamente, acompañados de guitarras o tambores, otros van en silencio. Un grupo de etíopes reza el rosario con voz profunda y dulce. Sus oraciones son salmodiadas, su ritmo es agradable. Tras esta larga jornada, en la que se han celebrado ceremonias bien ordenadas, la procesión se caracteriza por la sobriedad. Las miradas de los fieles, iluminadas por las velas, están conmovidas por la oración. Rodeando los muros de la ciudad vieja, la procesión se encuentra con decenas de judíos ortodoxos que regresan de su oración nocturna. Se paran y observan, en silencio, respetuosos y asombrados, el largo cortejo de cristianos del que se oyen varios cantos. Esta escena representa la esencia misma de Jerusalén. Llegados a San Pedro in Gallicantu, todos se paran para elevar una última oración a la luz de las antorchas. Después, es tiempo de partir. El viernes habrá que levantarse al alba para asistir a la Pasión de Cristo.