La noche de las noches ha pasado y, como se canta en el Exultet, “la luz del rey eterno ha vencido las tinieblas del mundo”. El día después de la Vigilia, la Pascua, es un acontecimiento que toda la Iglesia proclama al mundo con alegría. No era una entrada solemne y una misa como las demás la que el administrador apostólico presidía el 16 de abril en el Santo Sepulcro: era la celebración de la resurrección del Señor. El hecho que cambió para siempre la historia de Jesús, la historia de la Humanidad, el corazón del hombre. Cristo ha resucitado y los fieles le esperaban, lo deseaban con fuerza, tanta que muchos se habían reunido tras los muros del Santo Sepulcro, aunque estuvieran apretados entre la multitud y la confusión. A las diez de la mañana, los frailes de la Custodia de Tierra Santa, con los sacerdotes del patriarcado latino, entraban en procesión y celebraban la liturgia que se llevaba a cabo delante del sepulcro vacío de Cristo.
«Hoy Jesús nos dirige también a nosotros la pregunta que hizo a Marta y que escuchamos hace unos días: “Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26)» Así decía monseñor Pierbattista Pizzaballa al comenzar la homilía. Continuaba después diciendo que con su resurrección Dios ha querido salvarnos de nuestro último enemigo: la muerte. La muerte es «donde no está Dios», la muerte está en las «terribles situaciones de las poblaciones de Siria, Irak, Yemen», en todo lo que ha ocurrido «a nuestros hermanos coptos que, una vez más, hace una semana han sido terriblemente masacrados en Egipto, en Tanta y en Alejandría», «en las heridas de la geografía de nuestra Tierra Santa». «Pero si creemos realmente en la resurrección, si creemos en la fuerza del Espíritu, en la fuerza de la Palabra, si le confiamos a Él todas estas situaciones – explicaba Pizzaballa – si las convertimos en petición, oración, grito, entonces estas mismas situaciones se transformarán en un camino de vida».
Entre los cristianos locales, había quien quería pasar una Pascua más cercana a Jesús y quien ha viajado buscando su propia vocación; los fieles agolpados en la basílica llegaban de muchas procedencias. Pablo, un peregrino de Argentina, cuenta: «Gracias a los frailes franciscanos he podido vivir una experiencia distinta, una experiencia fuerte: he vivido todas las celebraciones con ellos y esto me ha permitido vivir la Pascua intensamente. Sin Jesús no soy nada, necesito su resurrección». «Hoy es un día de gran alegría», dicen de forma diferente pero con la misma sonrisa Gabrielle de Francia, Bonnie de India y Alona de Rumanía.
Al finalizar la misa se ha cumplido el tradicional rito del domingo de Pascua en el Santo Sepulcro. Alrededor del Edículo restaurado se ha proclamado el Evangelio de la resurrección mientras las velas se consumían entre las manos, entre los gritos de alegría de las mujeres árabes, cantando Aleluya. El asombro de María, de Santo Tomás, de los discípulos de Emaús, de las mujeres en el sepulcro al ver a Jesús vivo ha sido el de todos los hombres que escuchan. El anuncio de la resurrección ha resonado cuatro veces, en cuatro puntos distintos, siguiendo los cuatro puntos cardinales. El acontecimiento extraordinario que cambió la suerte de la Humanidad desde allí, desde Jerusalén, ha llegado a todos los rincones del planeta.
Beatrice Guarrera